El silbato sonó como un estruendo en mis oídos, reverberaba en mis tímpanos, más que un aviso de que tenía que subir al tren fue más bien un taladro en mis pobres oídos.

—¡Viajeros, al tren! —exclamó el tipo con gorra.

El ferroviario hizo un ademán con una bandera roja.

—Espere, por favor —le pedí.

Subí los dos peldaños de un salto con mi pequeña maleta de viaje. El billete que compré era de tercera clase, así que no tenía que buscar compartimento; tampoco podía permitírmelo. Me senté al lado de una señora mayor vestida de negro, pensé que estaba guardando luto. Me acomodé en el asiento de madera pura y dura, iba a ser un largo viaje. El tren salió de Madrid a las tres en punto de la tarde, llevaba un día de viaje desde Murcia. Mi destino era Galicia, soy naturalista. En aquella época aún estudiaba, pero aproveché unas pequeñas vacaciones para viajar y conocer mejor la flora gallega. Quería recorrer los prados, los famosos páramos gallegos y así intentar catalogar alguna especie herbácea desconocida, o simplemente aprender más sobre el terreno de lo que ya sabía.

De mi pequeña maleta de viaje alcancé una edición sencilla de las Rimas y Leyendas de Bécquer. Durante la primera parte de mi viaje desde Murcia me había leído las rimas, así que tocaban las leyendas; bastante más atractivas para mí. Me aficioné a los cuentos y a las leyendas por mi abuelo, el padre de mi madre. Era apasionado de los cuentos de tradición oral y me los contaba de a . Incluso me contaba de vez en cuando alguna leyenda de mitología para meterme miedo antes de acostarme, luego, a medianoche me despertaba gritando y sudando con un pánico parecido como si hubiera visto al mismísimo Belzebú.

Cuando me dispuse a leer la mujer de al lado ojeó lo que iba a leer, no sé si hizo algún gesto, yo iba a lo mío. Levanté la vista, justo delante de mí, un hombre maduro con amplio bigote y patillas canosas me miraba, a su lado iba un viajero joven; puede que fuera estudiante. El resto de viajeros estaban sentados en sus asientos, unos hablaban, otros leían, otros miraban al frente, otros comían lo que sus mujeres o sus madres les habían preparado en la cesta. Y yo clavé los ojos en las Leyendas de Bécquer. Empezaron con El Miserere, la primera leyenda; siempre que empiezo una historia nueva me tiembla el pulso y me sudan las palmas de las manos como si fuera un niño con un juguete nuevo. Y El Miserere comenzó así:

Hace  algunos meses que, visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver  algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de los rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones…

Por el rabillo del ojo y por el lado derecho de mis anteojos la mujer de negro de al lado no dejaba de mirar lo que estaba leyendo. Susurraba no sé qué, como que rezaba algo; la miré por si de una vez por todas me dejaba leer en paz.

—No debería leer esos cuentos, son viejas leyendas que no deberían ser desenterradas —dijo a volumen tan bajo que tuve que afinar el oído.

—Son las Leyendas de Bécquer, señora. ¿Lo conoce? —pregunté mostrándole la cubierta del libro.

—Conozco algunas leyendas de ese libro. No debería leerlas y menos una noche como la de esta fecha —me dio miedo. Soy bastante miedoso por culpa de mi abuelo.

No me preocupaba lo que dijera de la obra de Bécquer, me preocupaba la mujer de negro, me estremecía su mirada perdida y su tez pálida como la cera.

—No se preocupe, tendré cuidado con estos cuentos, se lo prometo. —dije para quitármela de encima.

Soltó una especie de gruñido y seguí leyendo. No cesaba de susurrar en voz baja, parecían rezos o algo parecido. No le hice caso, estaba ensimismado con el relato de Maese Pérez el organista.

—Samhain, Samhain —susurraba la vieja de negro. Me estremecí. La miré. Miré a mí alrededor por si había un sitio libre. Aquella mujer me estaba incomodando con sus rezos e insinuaciones sobre los relatos de mi escritor favorito.

—¿Puedo preguntarle su destino? —quiso saber la mujer de negro.

—Voy a la frontera de Galicia con Castilla, ¿por qué lo pregunta?

—No se baje allí, es mala fecha para andar por esos lugares perdidos de Dios. La única estación por aquellos lares está en un cruce de caminos y eso en esta noche no es buena idea.

—Samhain… Samhain —susurró de nuevo.

El vello se me erizó de golpe, me estaba asustando su conversación. Soy un hombre miedoso, aunque no supersticioso. Me da más pavor el ruido de un cohete en una boda que la noche anterior a Todos los Santos, que no son más que supersticiones de gente de pueblo, de campesinos. Me auto denominaba católico; no lo practicaba. Para un amante de la naturaleza como yo, creer que un dios todopoderoso lo ha creado todo es un sin sentido; además de una necedad. No quise pensar en lo que me habría dicho la mujer de negro si en lugar de llevarme el libro de Bécquer me hubiera llevado uno de Nietzsche. Aunque no reparé en un detalle sumamente importante, por la vestimenta, aunque fuera negra, era elegante y sabía leer. Aquella mujer que me estaba incordiando no era una analfabeta; quizá debiera haberla tomado más en serio.

Me quedé pensando en la palabra Samhain, ¿qué significaría?

—Señora, ¿qué palabra ilegible ha pronunciado hace un momento?

Me miró directamente a los ojos con unas pupilas negras como un cuervo.

—Es la palabra que define una noche como la venidera, espíritus, seres malignos que habitarán esta tierra durante toda la noche. Solo los buenos espíritus pueden ahuyentarlos y no dejarlos entrar en las casas. Por eso mismo el tren debe llegar a su destino antes de que anochezca. Estaremos más seguros si llega antes del anochecer.

—Bah, eso son historias para inducir miedo a los niños. Esos seres no existen, son leyendas como estas que leo yo.

Sacó un crucifijo de su pecho y lo besó.

—No debería decir eso, joven. Ellos nos oyen y saben lo que usted acaba de decir. ¿Sabe qué pasaría si dejáramos de creer en el mal?

Negué con la cabeza.

—El mal camparía a sus anchas a lo largo del mundo. Por eso debemos creer en él, joven. Tome, acepte este regalo, por favor, cójalo —rogó ofreciéndome un pequeño escapulario con la Virgen María en el interior—. Ella le protegerá.

Acepté el regalo, no quise ser desagradable; me guardé el escapulario en el bolsillo de la chaqueta.

—¡No lo guarde ahí! ─espetó la mujer. Me sobresalté—. Mire, déjeme —pidió amablemente.

Abrió el cierre y me rodeó el cuello con la cadena y lo cerró detrás del cuello de la camisa.

—Llévelo así, muestre su fe en el poder de la Virgen, le protegerá en esta noche de malos designios.

—¿Por qué está fuera de su casa si le tiene tanto miedo a esta noche? —pregunté curioso.

—Mi hija vive en Lugo y acaba de dar a luz. Hace una semana trajo al mundo a una preciosa y sana niña. En toda mi vida nada ni nadie me han sacado de mi casa un 31 de octubre, pero ya sabe, es mi única hija y lo único que tengo desde que mi difunto Mateo marchó a un lugar mejor.

La escuchaba atentamente, ya que no me dejaba leer; siempre me ha gustado más escuchar que hablar.

Me contó su vida de cabo a rabo, mis oídos recopilaban todo lo que la mujer de negro decía. No intenté decirle a qué me dedicaba ni qué iba a hacer en Galicia, no creo que le importara; lo que si le interesó fue que me pusiera su regalo, el escapulario de la Virgen. Por no ser descortés lo acepté y dejé que ella me lo pusiera, aunque me lo quitaría nada más bajar del tren.

El paisaje típico castellano-leonés era lo único que veía por la ventanilla del vagón, el trigo acariciado por el viento, los distintos tipos de marrón adornaba mi vista y me dejé llevar por la mecedora del vaivén del tren. Me quedé dormido un buen rato. Soñé pero no lo recuerdo, todo fue confuso en aquel sueño; puede que fuera por la superstición de la mujer de negro. A veces estas cosas sobre temores y terrores se contagian, histeria colectiva creo que lo llaman. Sugestión es más acertada, más que histeria; los términos pueden llegar a ser muy pedantes y aburridos.

Me despertó un frenazo, no sabía muy bien qué pasaba, me notaba los ojos hinchados del sueño; me tuve que restregar los ojos para poder ver bien. El tren había parado, miré por la ventanilla más próxima; habíamos llegado a la estación. Me dispuse a coger mi maleta para salir del vagón.

—Joven, quédese esta noche en esta ciudad, no vaya a su destino hasta mañana —aconsejó la mujer de negro.

—¿Por qué? Aún no es de noche, en un par de horas llegaré a mi destino y podré descansar —expuse intentando salir del vagón. La mujer de luto me seguía.

—Por el Samhain, recuerde lo que le he contado durante el viaje; los espíritus camparán a sus anchas esta noche. Vaya a un hotel y descanse, mañana podrá reanudar su viaje.

—Yo no creo en esas cosas, mujer. Soy un hombre de ciencia. Estaré bien, debo buscar un carruaje que me lleve a mi destino antes de que anochezca. Buenas noches, señora —dije resuelto a salirme con la mía.

—Recuerde que si no cree en el mal lo abordará. Muestre mi regalo, muéstrelo sin miedo y encomiéndese a él. Póngase a cubierto en cuanto le sea posible. Buenas noches y que Dios le bendiga.

La miré con ternura, me recordaba a mi abuela y a las viejas de mi pueblo. Pronto fui a buscar un carruaje, no me había percatado de que la gente había desaparecido; no quedaba casi nadie en la estación. Entré en el vestíbulo y al encargado de la ventanilla de venta de billetes le pregunté.

—Buenas noches. Necesito un carruaje para ir al norte esta noche.

—¿Esta noche? Imposible. Es Noche de Walpurgis, como dicen los alemanes, o como decimos aquí, Noche de Meigas. Mañana tendrá todos los coches que quiera pero esta noche no. Váyase a un hotel o a una pensión, descanse y mañana podrá seguir viajando —dijo aquel hombre menudo, con barba canosa y gafas de abuelita.

Salió de su pequeña oficina, cerró con llave y se fue.

La mujer de negro y el hombrecillo de la estación me habían dicho lo mismo, pero yo estaba resuelto a seguir mi viaje para no perder un día entero viajando; solo me había podido escapar de la universidad una semana. La juventud es obstinada e impetuosa. Salí de la estación, miré en derredor y no había un alma, nadie asomaba el hocico a esa hora. Miré mi reloj de cadena, las siete de la tarde en punto. Comencé a caminar por la acera, un hombre a caballo pasó bastante rápido muy cerca de mí, me estremeció el galopar del equino. Me tambaleé quizá porque tenía demasiado respeto a lo desconocido, fue la primera vez que viajé solo, bueno, la primera vez que viajé exactamente. Seguí caminando, escuché voces, una ligera algarabía; parecía una taberna. Miré a mi derecha y efectivamente, una taberna se abría ante mis ojos. Puede que en aquel lugar alguien aceptara llevarme a mi destino.

Con tanta charla y pérdida de tiempo la noche había llegado, hacía frío; una leve brisa muy fría atenazaba mis mejillas. Entré resuelto en la taberna a llevar a cabo mi empresa pese a todo pronóstico de brujas, espíritus y supersticiones varias. Los hombres bebían, charlaban y hacían mucho ruido. Me acerqué a la barra, un tipo barbudo y mayor me miró mientras limpiaba vasos con un trapo sucio.

—Señor, ¿sabe usted de alguien que pueda llevarme esta noche al norte? Tengo dinero —expuse sin temor.

—Vive Dios que esta noche no es noche para andar viajando —respondió el hombre barbudo.

—Sí, lo sé, por eso estoy dispuesto a pagar el doble, necesito llegar esta noche al norte.

Miré a mí alrededor, nadie me hacía caso, seguían a lo suyo; puede que me tomaran por loco.

—¿De cuánto dinero estamos hablando? ─preguntó un hombre alto, moreno, fuerte.

Lo miré de arriba abajo, quería estar seguro antes de hablar con él de los pormenores.

—Del doble de lo que suela cobrar, señor.

—Es una cifra considerable. Primero bebamos para entrar en calor. Freixas, ponme un aguardiente y otro para mi amigo… —hizo una pausa porque no me había presentado.

—Álvarez, Juan Álvarez, señor…

—Agustín Ximénez para servirle. Ahora bebamos.

El aguardiente calentó mi gaznate y mis tripas, gruñían, no estaban acostumbradas a un brebaje tan fuerte.

—Quiero ver el dinero —pidió Ximénez, era lo justo.

Le mostré una bolsa de cuero llena de monedas. Yo no era rico, eran los ahorros de mi padre y los míos propios trabajando de palafrenero para el Conde de Floridablanca durante el verano.

—Tengo el carro fuera, no es un coche, pero servirá. Mi caballo es muy fuerte, llegaremos al amanecer.

—Ximénez, ¿vas a aceptar el trabajo? Quédate o vete a casa, ya sabes lo que pasa esta noche —dijo preocupado el barbudo.

En ese instante vi como se tambaleaba mi empresa.

—Bah, supersticiones de viejas. Vamos, muchacho.

Sonreí victorioso, cuan necia puede ser la juventud y que arrogante.

—Póngase cómodo, joven Álvarez —ordenó mi empleado eventual.

Revisé la parte trasera del carro, estaba repleta de enseres, decidí sentarme junto a Ximénez en la parte delantera. Los farolillos, uno a cada lado del pescante alumbraban los metros más próximos; al caballo y poco más.

─¿De dónde eres, joven Juan Álvarez? ─preguntó iniciando la marcha al mismo tiempo que decía: ¡Arre, Marcial, arre!

—De Murcia.

La noche afilaba los dientes del viento, el frío traspasaba mi abrigo, la nariz estaba casi congelada. Un humo, una especie de niebla nos acompañaba desde que salimos de la taberna. El caballo estaba cada vez más inquieto conforme avanzábamos entre la niebla, a veces blanca, otras púrpura; el frío encogía mi joven cuerpo. Mi compañero de viaje temblaba helado bajo el vetusto gabán de cuero y el sombrero de ala ancha.

La oscuridad, ese estado provocador de sueños, locura y pavor entre los hombres supersticiosos. ¿Estaba sugestionado? En estos momentos sabía que sí lo estaba. Atemorizado, más bien, ante lo desconocido, no por la noche de brujas en sí; si no por no saber que podría pasar en aquella noche en que lo sobrenatural asomaba en el mundo que conocía.

De repente, el caballo se encabritó, meneaba violentamente la cabeza y de un ligero trote pasó a galopar como alma que lleva el diablo.

—¡Sooo! Maldito caballo —exclamó Ximénez.

No pude decir nada, ni siquiera gritar; el miedo me envolvió en un manto de frío mezclado con sudor y temblor porque el accidente estaba cerca.

—¡Maldita sea, no puedo pararlo! —gritó el conductor.

Yo me agarraba como podía, el carro no cesaba de saltar por los baches. El culo me saltaba del asiento y caía violentamente magullándome el coxis. Mi compañero intentaba parar al equino sin éxito y éste corría cada vez más rápido, relinchaba; estaba más atemorizado que nosotros. La niebla avanzaba a nuestro paso, nos envolvía con su manto siniestro. Nos alcanzó y nos atrapó; las linternas se apagaron. Quedamos en la más absoluta oscuridad.

Ximénez terminó por perder el control del carro, el caballo se encabritó aún más, tropezó y saltamos por los aires en plena noche; una como aquella. Caímos de lado, del de Ximénez; creo que el instinto de supervivencia provocó que saltara del vehículo cuando noté —era imposible ver nada— que el cataclismo contra el camino repleto de piedras estaba servido. Caí al suelo, rodé por él.

Cuando abrí los ojos, no sé cuánto tiempo estuve inconsciente, vi el carro hecho pedazos panza arriba. Me levanté como pude, pero la pierna izquierda me dolía sobremanera, como si miles de agujas estuvieran pinchándome en la rodilla.

Cojeando en plena oscuridad fui al carro, el caballo yacía moribundo en el suelo. Rodeé el vehículo y en el suelo debajo del carro estaba Ximénez con la cabeza abierta por lo que pude ver. La luna apareció entre las nubes dejándome ver la desgracia en la que me encontraba. Con el conductor y el caballo muertos, me encontraba en aquel camino, solo, perdido, a punto de morir de frío. Nunca había pensado morir de aquella forma, ni siquiera había pensado como moriría.

Desorientado, no sabía dónde estaba; ¿por dónde seguir? Sabía dónde estaba el norte, pero estaba atemorizado. El miedo me hizo sucumbir ante la superstición. ¿Qué vio el caballo para encabritarse de aquel modo? Busqué en el carro y encontré una manta roída y vieja. Me la puse por los hombros, las nubes cubrieron la luna de nuevo; la niebla me volvió a rodear, las piernas me temblaban, me rechinaban los dientes y el corazón lo tenía en la rodilla por como bombeaba. El dolor se estaba haciendo insoportable y mantenerme en pie era mucho más terrible. Lloré como un niño, mis vacaciones aprendiendo más de la flora gallega se había ido al traste. Me dejé caer en el suelo, boca arriba y dolorido, ni un solo músculo estaba a salvo del dolor. Pensé en quedarme allí, morir de frío; rendirme ante la realidad.

Por otro lado, el miedo me decía que no debía quedarme allí. Descansé un momento y apoyándome en la rodilla derecha me levanté. Miré a mí alrededor y vi un palo bastante largo, me agaché y lo cogí para utilizarlo a modo de bastón. Me armé de valor pese al miedo que tenía, mi pavor era comprensible; acababa de tener un accidente en carro, el conductor había muerto y era noche de brujas. ¿Cómo no iba a tener miedo? Comencé a caminar lentamente apoyado en la pierna derecha con la ayuda de mi bastón improvisado. Con toda la gallardía española que pude reunir andaba presto, pero hacia el norte, no hacia el sur donde quedaba el pueblo con su bonita estación de tren. Seguro que si sobrevivía, al alba vería a alguien que me ayudara a llegar a la aldea del cruce de caminos y allí me curaría y podría estudiar por unos días las flores gallegas. Al final todo saldrá bien, me dije con un positivismo abismal en mí.

No recuerdo cuanto llevaba andado —seguramente sería muy poco— cuando algo inexplicable me empujaba a seguir adelante como si una mano me guiara apoyada en mi espalda. Paré un momento, una bifurcación dividía el camino. ¿Por dónde seguir? No tenía ni idea, dudaba por donde continuar. En ese momento de duda la niebla púrpura volvió a rodearme y la supuesta mano me empujó a seguir caminando tomando el camino de mi derecha en la bifurcación. Lo tomé como algo inveitable. Creía que algo en mi interior me decía que me desviara del camino recto a favor del camino estrecho y angosto que se abría ante mis ojos. Conforme andaba una desesperación me acogía en su seno, tristeza, ansiedad y miedo entraban en mí y salían para volver a entrar por el pecho y salir por la espalda. Los escalofríos vagaban por la médula espinal de arriba abajo y de abajo arriba. Mi persona era una mezcla de frío y temor ante aquella situación provocada por mí. A mi mente volvieron los consejos de la mujer de negro, del empleado de la ventanilla de la estación y del tabernero del pueblo. «¿Por qué soy tan testarudo?», me preguntaba mientras caminaba como podía.

No se escuchaba un ruido, la noche estaba completamente callada; los señores de la oscuridad no daban la cara y eso me inquietaba. Aunque fuera la víspera de Todos los Santos era muy extraño que las alimañas de la noche no hicieran ningún movimiento. Sumado a todo esto estaba mi estado físico, machacado y cojo. Aquella niebla me empujaba, me animaba a no parar de caminar; el camino era cada vez más escarpado y difícil de andar por mi rodilla maltrecha. No pensaba en abandonar a esas alturas de la noche. Mientras caminara el calor generado por mi cuerpo no me abandonaría y retardaría mi propia muerte. Se me enganchó un pie entre dos piedras y caí de bruces como un saco de patatas. Me golpeé la cabeza y sentí brotar la sangre por la frente. Cerré los ojos un instante.

—Juan, Juan… ven a mí —oí mi nombre en mi mente, lejana, aunque tranquilizadora; confortable. La voz femenina que pronunciaba mi nombre era muy dulce. Sentí que me animaba a seguir; eso hice, seguir adelante.

Pensé que bien podría ser la voz de mi abuela fallecida un año antes en aquella noche de ánimas perdidas. Estaba delirando, o soñando despierto con mi abuela.

Caminaba, tropezaba como un niño que empieza a dar sus primeros pasos. Levanté la vista ante una fresca brisa e incómoda. Al final del camino una luz alumbraba lo que parecía una casa. «Si hay luz habrá alguien en la casa», me dije. Las fuerzas volvieron a mí, porque si lograba llegar a aquella casa no moriría y podría descansar. Por mi cabeza no pasó la posibilidad de que el hogar estuviera desierto, debía haber alguien.

Con más fuerza la voz femenina taladraba mi mente, de dentro para afuera aquella aterciopelada voz me acompañaba, guiándome, diciéndome que no cejara en mi empeño. La niebla me empujaba con más ímpetu, no estaba solo; algo que no comprendía me acompañaba. Incluso el miedo desapareció cuando vi luz al final del camino. El cansancio apareció, la rodilla me dificultaba dar pasos firmes y ligeros. Pocas fuerzas me quedaban, cualquier paso en falso me provocaría caer al suelo de nuevo y puede que me diera en la cabeza haciéndome mucho daño, incluso podría morir sin llegar a mi destino más próximo: la luz del final del camino.

El tiempo pasó, la niebla había desaparecido, la luna iluminaba mis pasos, me estaba reconfortando; el temor había desaparecido. Me estaba reponiendo del accidente o eso creía. Cuando más confiado estaba escuché una especie de gruñido. Al principio creí que mis oídos me engañaban. Paré de caminar, me giré en redondo en tres pasos, nada tenía detrás; el gruñido se hizo más cercano acompañado de pisadas. Podría ser un perro o quizás un lobo. Me quedé quieto intentando escuchar algo más; el gruñido volvió a aparecer, pero esta vez detrás de mí. Palidecí de miedo, un maldito can me estaba gruñendo; quizá pensara que había encontrado su cena. Me volví hacia el gruñido lentamente como pude sin hacer el menor aspaviento para evitar un ataque. Cuando lo tuve frente a frente siguió gruñendo con ladridos intermitentes añadiendo más gruñidos. No era un perro, era un lobo enorme de color gris. Los dientes resplandecían como marfil a la luz de la luna. Petrificado y atemorizado estaba de pie y quieto sin hacer el menor movimiento, en cualquier momento el lobo podría atacarme y arrancarme la garganta de un mordisco. Sudaba abundantemente, segregaba el olor del miedo y él lo sabía. Estaba presto a lanzarse encima de mí en cuanto hiciera algún movimiento. Me miraba con ojos vidriosos, segregaba saliva, gruñía, me desafiaba a dar un paso en falso para poder tenerme de cena. No le di el gusto. De repente, el lobo dio media vuelta y desapareció en la noche. Suspiré de alivio, el mal momento en el que podría haber muerto en las fauces de aquel lobo había pasado. Decidí seguir caminando y pensé que si salía vivo de aquel trance volvería a ir a la iglesia los domingos. No sé en qué momento me acordé del escapulario que me regaló la mujer de negro, en tal caso no me haría ningún mal encomendarme a la Virgen. Lo saqué del interior de mi camisa y dejé que la luna lo bañara con su luz. Aquel gesto me confortó y fortaleció.

Como una gesta digna del Mío Cid llegué a la altura de la luz. Provenía de un farolillo colgado de una viga que pareciera hacer las veces de linterna en noches como aquella. Respiré hondo por llegar a pesar de lo acontecido. Cuando estaba llegando a la puerta, ésta se abrió.

—Entre, viajero. Aquí fuera hace frío —era la misma voz de mi cabeza.

Aquello me confundió, aunque no estaba tan lúcido para pensar con claridad. Sentí una mano en la espalda que me llevó —no me empujó— hasta la portadora de la voz. Debajo del porche, al abrigo del rocío mis ojos vieron a una mujer joven y hermosa de cabello ondulado y rubio. Pálida como la nieve y voluptuosa como la maja de Goya. Para el frío que hacía vestía un camisón de encaje blanco.

—Pase a mi morada, viajero. Caliéntese en mi chimenea —invitó con dulzura extrema.

Le hice caso sin cuestionarlo. Entré, me ayudó a sentarme en una butaca frente a la chimenea. Me reconforté al amparo del fuego, enseguida entré en calor.

Me dio un vaso de cerámica, lo tomé con ambas manos.

—Es un licor de miel, lo destilo yo misma, le hará sentir mejor —dijo la mujer.

─Gracias.

Se arrodilló ante mí, con un movimiento de carnicero cortó la pata del pantalón para ver mi rodilla que la sentía rota. Me asusté al notar el acero del cuchillo rozando mi piel.

—Tranquilo, solo quiero ver la pierna.

Me retrepé en la butaca, el licor de miel calentaba mi interior pero también me abrasaba el gaznate. La mujer se levantó y volvió con dos tablillas y una cuerda. Se arrodilló de nuevo.

—Muerda esto, voy a intentar ponerle la rodilla en su sitio —dijo preparándose para la tarea. Mordí con fuerza el trozo de madera.

Con un gesto impecable y profesional colocó mi rodilla en su sitio, creí morir de dolor derramando la bebida por el suelo. El dolor seguía allí, aunque sentí alivio al notar la rodilla donde debía estar.

—Ahora voy a entablillarla. Va a ser mi invitado algún tiempo hasta que la pierna esté preparada y curada para que pueda seguir su viaje.

Asentí, no atinaba a decir nada. Suspiré y me relajé. Cerré los ojos.

Cuando desperté estaba en una mullida cama con mantas. Estaba confuso, aunque me sentía con fuerzas renovadas. Miré a mí alrededor. Estaba en la casa de la dama rubia y elegante. Tanteé la rodilla. Entablillada y curándose.

—¿Cómo ha dormido, viajero? ─preguntó la mujer con un brillo extraño de color azul en los ojos.

—Bien, creo. Muchas gracias por curarme y darme cobijo. Sin sus cuidados habría muerto de frío.

—No se preocupe, voy a calentar un poco de leche, le sentará bien. No se mueva de ahí —dijo sarcástica. Claro que no me iba a mover, no podía. Me hizo reír.

Durante los días siguientes los cuidados de la mujer me fueron curando y mi pierna estaba mejor, aunque aún no podía apoyarla en el suelo. Me levantaba después del desayuno y me sentaba en la butaca al calor del fuego. No le pregunté su nombre y ella a mí tampoco. La veía trabajar en la casa y me sentía un inútil, aunque poco podía hacer con una rodilla rota.

No era un mujer corriente. Por el día evitaba salir fuera de la casa, solo salía de noche y a la luz de la luna cortaba leña. Me parecía un comportamiento de lo más extraño, pero bueno, uno en su casa puede comportarse como quiera. Pero lo que comenzó a parecerme muy raro es que no la veía comer, preparaba mi comida; jamás me acompañaba con un plato para ella. Su trato conmigo era exquisito, creo que era de buena familia; hablaba como las personas que han tenido buena educación, pero nunca le pregunté; no me pareció apropiado.

Nunca se cambió el camisón por otra prenda, aunque su piel relucía como la plata recién limpiada. Una mañana desperté y me di cuenta que no llevaba el escapulario, miré en la mesita y allí estaba; alargué el brazo para cogerlo y cuando lo tenía entre los dedos.

—¡Aquí no le hacen falta esas bagatelas! —exclamó arrebatándome el regalo de la mujer de negro. Fue corriendo a la chimenea y lo echó al fuego. Sentí un temor tremendo, en su rostro vi algo maléfico. Me quedé petrificado, muy quieto dentro de aquellas mullidas mantas. Volvió a la habitación.

—Perdone mi comportamiento, pero no soporto esas supercherías de gente inculta. Aquí donde me ve procedo de alta cuna —dijo con autoridad.

Asentí con la cabeza, creo que me hice encima. Nunca había visto una reacción  violenta tan de cerca. En aquel momento me pareció fantasmagórica, diabólica y más que nunca necesité encomendarme a mi educación católica.

Aquel día dormí muchísimo, posiblemente por el episodio del escapulario. Después de cenar, ella se sentó junto al fuego a leer.

—Señora, ¿tiene algún libro que yo pueda leer?

—Sí, espere, le traigo uno —la butaca crujió al levantarse.

Unos instantes después me llevó un ejemplar de Guerra y Paz, era inmenso, muy gordo para mis ganas de leer; lo acepté de buen grado con un: gracias. Comencé a leer sin prestar demasiada atención, podría haberle pedido que mirara en mi maleta y que me diera las Rimas y Leyendas, pero supongo que necesitaba hablar o algo parecido. Las personas hacemos, a veces, cosas sin pensar que no tienen explicación.

Me quedé dormido con el libro en las manos, desperté porque algo movió mis sábanas; un ser o un cuerpo estaba debajo de la ropa de cama. Me quedé quieto, inmóvil ante lo que estaba pasando. El bulto avanzaba hacia mi cabeza y cuando resurgió era la mujer que me cuidaba. Estaba más bella que nunca, resplandeciente ante mí.

—Buenas noches, viajero —susurró con rostro lascivo.

Yo estaba atónito ante la sensual escena. Tomó mi rostro con ambas manos y me besó, nunca me habían besado, su lengua entró en mi boca; se despegó de mí. Nos mirábamos, un seno estaba fuera del camisón, rosáceo, pequeño, deseable. Me besó de nuevo, sus manos buscaban mi pecho, sus uñas rasgaron mi camisa; mi respiración era agitada, entrecortada, me estaba excitando. Apartó las mantas, sus ojos eran puro deseo; bajó a besar mi pecho, me mordía levemente y yo sentía un placer nunca experimentado. Siguió bajando, desabrochó mi pantalón, me lo arrebató con violencia; abrió mis piernas y con los dientes rompió mi ropa interior. Mirándome a los ojos se introdujo mi órgano sexual en la boca. Nunca creí que una mujer pudiera hacer eso, el pene estaba completamente álgido.

No cesaba de mirarme con los ojos enrojecidos, reía sibilina, disfrutaba dándome goce; mi primer goce a manos de una mujer. Sus uñas arañaban mi abdomen, a veces las clavaba un poco y me hacía daño, pero no me importaba; el placer era más fuerte que el dolor. Esa mezcla de placer y dolor me provocaba espasmos en el miembro y lo disfrutaba in crescendo. Cuando estaba a punto de llegar al cenit, sus labios oprimían el miembro, lo mordía, lo succionaba, cuando todo eso me provocaba el mayor placer que había experimentado cesó. No dejó de mirarme con lujuria y reptando encima de mí me montó a horcajadas. Riendo perversamente se lo introdujo en su interior, el calor del momento, el frío que sentí al penetrarla; todas esas emociones me desataron. La tomé de la nuca, la atraje hacia mí besándola con lascivia; sé que le hacía daño y con fuerza me cabalgaba bufando en mi boca. Su respuesta fue morder mi labio inferior hasta que sangrara, y mi respuesta fue abofetearla; no le importó. Se rio de mí y no paró de hacerme el amor como supongo que solo las concubinas saben hacerlo.

Bajó a mi cuello, lo besaba, lo libaba y cuando estaba a punto de llegar al éxtasis clavó sus colmillos en la carne. La desgarró sintiendo un enorme dolor, sentí que me partía el cuello en dos; no fue así. Succionaba con rabia y apetito, experimenté como la sangre salía de mí y como mi corazón se apagaba. Escuchaba como tragaba mi sangre, bufaba como un búfalo; se estaba alimentando de mí.

Cuando estaba al borde de la muerte paró de succionarme la sangre. Se mordió en la muñeca derecha, de esta brotó un hilo de sangre.

—Ahora bebe, bebe y sacia tus apetitos. Bébetela, viajero.

Obedecí y chupé cuanto pude cuando colocó la muñeca en mi boca. Conforme bebía la sangre de la mujer del camisón blanco me iba reconfortando, me gustaba el sabor, me sentía más vivo, aunque mi corazón no latía con más fuerza.

—Serás el compañero que nunca tuve. Caminaremos por los siglos de los siglos por entre las sombras —una vez hubo dicho esto me besó en los labios.

Ella fue la primera mujer que me había besado y que me había hecho el amor en toda mi vida.

Imagen generada por IA

©Pedro Molina

Hola, encantado de conocerte.

Regístrate para recibir contenido interesante en tu bandeja de entrada, cada mes.

¡No hacemos spam! Lee nuestra política de privacidad para obtener más información.


Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *